La
noche se había ido echando encima y un grupo de jóvenes acebanos esperaban
sentados en el recinto de las escuelas la aparición de unas enigmáticas luces
que en los últimos tiempos se veían en lo más alto de Jálama. Estas luces no se
observaban a diario sino que su presencia era más bien esporádica; pero la
aparición de las mismas inquietaba a los más jóvenes de la localidad, quienes
lanzaban todo tipo de especulaciones sobre ellas.
A
las tres de la mañana en punto, cuando ya pensaban que esa noche no verían nada
más un cielo bellamente estrellado, apareció en lo más alto de Jálama una de
esas luces que con su movimiento serpenteante y sus continuos cambios de color,
amarillo y anaranjado, describía el tránsito por una de las pistas de este
monte serragatino.
-¡Eso os digo Yo que son camiones que están
metiendo algo, residuos radioactivos, productos tóxicos, etc.., en las minas de
la cotorina de Jálama ¡- exclamó el más joven de los allí reunidos.
-¿No sé….? –contestó dubitativo otro de los
jóvenes que se encontraba en Acebo pasando las vacaciones en casa de un primo
suyo. Lo cierto es que es raro que encima cambien de color con esa frecuencia
tan precisa, si os fijáis es cada dos minutos. Eso no lo provoca el tránsito
por un camino, más bien me hace pensar en una máquina. ¿Y si fuese un OVNI?, de
esos que dicen que han visto en algunas partes del mundo, como aquél que se
estrelló en Roswell (U.S.A.) con dos marcianos muertos dentro.
-¡Joder, qué imaginación chicos!- Les espetó
Luisa a ambos. Esas luces serán de algún imbécil que querrá gastar alguna broma
pesada a los que él considera unos paletos de pueblo; Yo no les haría el más
mínimo caso a las dichosas luces. ¡Venga!, vamos a la plaza a la verbena y
olvidaros de las lucecitas.
Todos
se levantaron al unísono a la orden de movilización de Luisa. Mientras tanto
varios hombres, en lo más alto de Jálama, se afanaban por descargar uno de los
últimos barriles que llevaban en uno de los cinco camiones con los que habían subido hasta la cumbre de ese
monte. Era el último de cincuenta barriles que su empresa les había encargado
depositasen en el interior de la mina de la barrera del Toconal. Una vez colocados
convenientemente los barriles en el interior de la mina, descargaron una pesada
plancha de acero que soldaron a dos vigas de metal que previamente habían
anclado a los laterales de la entrada de la mina; para de esa manera evitar que
alguien pudiese entrar en la misma y descubrir los barriles tóxicos que habían
almacenado allí.
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