Santiago, el joven sacristán del presbítero de la parroquia del Azebo, corrió todo cuanto pudo hasta llegar a la sacristía de la Parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles. Sin pedir permiso, entró de dos zancadas; mientras Dº Remigio, el párroco, se giraba asustado, preguntándole alarmado:
-¿Se puede
saber qué pasa para entrar de esta manera en la Casa del Señor?, ¿Es qué
alguien ha robado Xálama?
Santiago creía
que el corazón se le iba a salir por la boca; hasta que al fin, apoyado sobre
la mesa de la Sacristía, pudo empezar a articular alguna palabra, entre jadeo y
jadeo.
-¡Dº
Remigio……!, ¡Tiene Usted que acompañarme, tiene que ver lo que está sucediendo!
-Vamos
tranquilízate, toma un vaso de agua y explícate de una vez, que me estás
asustando –Le ordenó Dº Remigio a su pupilo.
Santiago dio
dos sorbos al vaso de agua y mientras se secaba el sudor de la frente, le dijo
a su Maestro:
-Fray Mateo
Iulian está rezando en el aire.
-¿Cómo que
está rezando en el aire? –Le espetó Dº Remigio.
-Sí, Pater
–Contestó Santiago, sin entender muy bien todo lo que estaba sucediendo.
Dº Remigio
tomó la Biblia y ordenó a Santiago que le acompañase. En su cabeza sólo había
un pensamiento; desde que los franciscanos habían llegado al Azebo su paz y
tranquilidad se habían visto perturbadas. Por no hablar del descenso en sus
ingresos por las misas que le encargaban los vecinos del pueblo y de las que
hasta entonces tenía el monopolio absoluto.
Cuando se iban
acercando a la Cruz del Humilladero observó que la gente se arremolinaba
entorno a algo. Mediante empujones se abrió paso entre sus parroquianos; quienes
observaban atónitos como Fray Mateo Iulian rezaba, frente a la citada Cruz,
suspendido en el aire.
-¡Bendito sea
el Señor! –Exclamó el Presbítero, mientras se santiguaba a toda prisa.
Dº Remigio
había leído y escuchado muchas veces hablar de la capacidad de levitar que
tenían aquéllos considerados como Santos; pero jamás pensó que llegaría a verlo
en esta vida terrenal.
Inmediatamente
se arrodilló y ordenó a todos los presentes que hiciesen lo mismo que él y que
le acompañasen en el rezo del Rosario; ya que sencillamente lo que estaban
viendo era la prueba manifiesta de que los milagros existían.
Relato
basado en el libro de Fray José de Santa Cruz. Crónica de la Provincia Franciscana de San Miguel, parte I. pág. 482.
Autor: CHUCHI del
Azevo
Abril de 2012