Era media
tarde y las calles del Azevo se encontraban tranquilas, hasta que un castañear
de herraduras sonó cada vez más intenso, y rompió con la parsimoniosa quietud
de las callejuelas intrincadas de la población. En ese instante, un par de
hombres espigados asomaron al quicio de la puerta, de uno de esos grandes
caserones habitados por gentes de realengo y acaudaladas fortunas.
Uno
de ellos se giró y, dejando atrás el umbral de la entrada, trancó suavemente la
puerta; mientras el otro aguardaba impaciente a medida que el ruido del trotar
de los caballos se hacía cada vez más cercano.
La
intranquilidad del guardián desapareció en el instante mismo en el que divisó a
lo lejos la figura de dos jinetes, a los que seguía un carruaje con el escudo
del Ducado de Alba.
Desde
el rellano de la escalera le contestó una voz femenina -en un poquinino baja el
amu, dili que esperin, estamus acabandu de vestirlu.
La
manera de hablar de las gentes de estas tierras le continuaba llamando la
atención al fiel servidor; a pesar de los años que llevaba conviviendo con
ellos. Salió de nuevo y sujetando la brida del caballo de uno de los jinetes
les comunicó que en breve bajarían al señor; mientras les ofreció una jarra de
agua fresca, que acababa de sacar de una de las tinajas que se guardaban en el
sótano de la casa, para que el agua se mantuviese fría.
-Es
de agradecer, el camino desde Coria ha sido largo y con este dichoso polvo trae
uno la garganta reseca-contestó el jinete.
El
otro caballero, junto con el cochero y una persona del servicio del Ducado de
Alba, que también venía en la comitiva, se acercaron a beber. En ese preciso
instante asomó por la puerta, tumbado en una espariuela y acompañado de su hijo, el excelso caballero Dº Fernán
Centeno, conocido entre los miembros de la Corte por el sobrenombre de “El
Travieso”.
La
senectud y los avatares de su vida habían hecho mella últimamente en su salud;
y por ello su amigo el Duque de Alba decidió que lo poco que le quedase de vida,
a su leal y fiel servidor, los debería pasar éste en las mejores condiciones
posibles en su palacio de Coria. Por dicho motivo había ordenado desplazar este
séquito para transportar al guerrero y político; quien en otros tiempos
conquistó desde su fortaleza de Rapapelo el castillo de Trevejo y el de Eljas;
se enfrentó al hermano de Clavero de la Orden de Alcántara, Dº Hernando de
Monroy; y aseguró el trono para la Reina Isabel La Católica, enfrentándose a
las tropas portuguesas que asolaron estas tierras y las de la vecina Salamanca,
que las pretendían para Dª Juana la Beltraneja.
Al
ínclito paladín, Dº Fernán Centeno, le hubiera gustado pasar estos últimos días
de su vida en la acogedora población del Azevo; en la que residía desde que los
Reyes Católicos le asignaron una renta vitalicia de 30.000 maravedís por su
fidelidad y los servicios prestados a la Corona; pero su estado de salud lo
hacía inviable.
Mientras lo
introducían sus sirvientes en el carruaje expiró con fuerza, y con la poca
energía que le permitían sus pulmones olió por última vez la fragancia del
azahar de sus naranjos. Acto seguido giró su cabeza para ver, por entre el
hueco que dejaban los que le transportaban, el azul del cielo que se
desdibujaba por entre la silueta de su gran amada Jálama; en cuyas cumbres
tantas veces había galopado y guerreado, era consciente de que sería la última
vez que la vería. Una pequeña sensación de ansiedad le recorrió por la garganta
pero sabía que todo era cosa de ese destino que tan bien se había portado con
él a lo largo de toda su vida.
Entre
los sollozos del personal, que en estos últimos tiempos le había asistido; los
enviados del Duque de Alba cerraron las
puertas del carruaje y dieron la orden de comenzar el viaje. La llegada a Coria
de Fernán Centeno sería cuestión de horas, quizás días; así finalizaría la
historia de uno de los personajes más bizarros que se han engendrado estas
recias tierras.
Autor: CHUCHI del Azevo
2012