Ya estaba casi
todo, lo poco que tenían, guardado en las banastas de corteza de castaño que
adquirieron el día anterior en San Martín de los Vinos; cuando alguien llamó a
la puerta del Convento de Santiago. Fray José de Gallegos, se levantó y sin
dudarlo abrió la puerta. Ante él se encontraban el representante de los vecinos
del Azebo, junto a un nutrido grupo de vecinos de esa población; que se habían
desplazado hasta Cerro Moncalvo, para ayudar a los monjes franciscanos a su
traslado, hasta la nueva sede del Convento de Santiago en esa humilde población
de Sierra de Gata.
Aunque la
noche se les había echado encima, y ese mes de noviembre de 1595 era de los más
fríos de los últimos años, la comitiva emprendió la marcha en el preciso
instante en el que Fray Nicasio, el monje más veterano del Convento, trancó
para siempre la puerta. Entrada que tantas veces había franqueado desde que
llegó a ese humilde cenobio.
A la cabeza de
la procesión se situaron los monjes, que portando un gran crucero y luminosas
antorchas, iban guiando por intrincados senderos al resto de los miembros del
acompañamiento.
Cuando se
encontraban a mitad de camino, por el cerro de la Atalaya, un intenso vendaval,
junto a una espesa niebla se apoderó del grupo; y todos ellos, temiendo que las
antorchas se apagasen por los vientos ciclónicos, se apresuraron a proteger las
llamas de las mismas para no quedarse a oscuras en medio del monte.
Cada vez les
era más difícil avanzar y algunos empezaron a especular con la idea de
abandonar la tarea del traslado conventual; pero en ese preciso instante uno de
los monjes, Fray José de Gallegos, comenzó a tararear el Bíblico Salmo 50, el
popularmente conocido Miserere:
Miserere
mei, Deus,/secundum magnam misericordiam tuam./Et secundum multitudinem
miserationum tuarum,/dele iniquitatem meam./Amplius lava me ab iniquitate mea:/et
a peccato meo munda me./Quoniam iniquitatem meam ego cognosco:/et peccatum meum
contra me est semper……
Inmediatamente
todos los asistentes le secundaron y como si de un milagro se tratase las
llamas de las antorchas no se vieron afectadas por los vivos vientos serranos.
Así
continuaron un largo trecho, hasta que por fin llegaron a la antigua Ermita de
San Sebastián, que se encontraba a unos escasos cien metros del casco urbano
del Azebo. Ese terreno era el que los vecinos de esa localidad les habían
regalado a los monjes franciscanos para que refundasen su nuevo Convento de
Santiago.
Entre los
asistentes llamó la atención lo acaecido y todos estuvieron convencidos de que
habían asistido a un milagro. Decidiendo entre ellos, desde aquél día, que el Miserere sería su
canto procesional obligatorio en sus ritos religiosos.
Autor: CHUCHI del Azevo
Marzo de 2012