Ese día, Ángeles,
había llevado a pastar al rebaño de cabras de la familia a un lugar de Jálama;
al que solía ir por estas fechas del año, cuando el estío era inclemente con
las personas y los animales.
La jornada se
presentaba como una más de las muchas de las que había vivido desde que era
niña; pero el destino le tenía reservada, esta vez, una increíble sorpresa.
Nada más llegar al
prado del Chorrito de en Medio, sus
cabras se repartieron por toda la extensa finca buscando los brotes más tiernos
de una hierba escasa; mientras que ella, como tenía costumbre, se dirigió hacia
unas rocas ciclópeas entre las que se solía cobijar de los fenómenos
atmosféricos. Sin haber terminado de campar
el morral, y sus pertenencias;
descubrió, con gran asombro, un bazar de ricas telas y bellos objetos de oro y
plata; todo ello adornado con abundante orfebrería; tras de lo cuál se
encontraba un apuesto príncipe oriental con una servicial fémina.
Ángeles, no pudiendo
resistir su codicia, tomó una pequeña jarra de oro; mientras sus ojos se
iluminaban al sentir el frío entre sus manos del áureo metal.
¡Deja eso en su
sitio, aún no te lo has ganado!- exclamó el encantador príncipe. Sin más se
levantó y sonriéndole, le dijo con voz aterciopelada:
-Vuelve de aquí en un
año, pero tú sola, y de esa forma todas estas riquezas serán tuyas. Mientras
tanto en aquél cerro que hay a tu espalda podrás encontrar otro tesoro de menor
tamaño; pero que cubrirá tus necesidades durante este año.
Ángeles se giró
rápidamente para ver a qué cerro se refería y cuando se tornó de nuevo para
preguntar al príncipe el sitio exacto; éste, su acompañante y las magníficas
riquezas ya no estaban; se habían esfumado como por arte de magia.
La pastorcilla
encerró el ganado y se fue hasta el pueblo a toda prisa. Cuando llegó a casa
contó a sus familiares y amigos lo sucedido, nadie daba crédito a lo que la
adolescente relataba. Aún así al día siguiente el cerro señalado por el
benefactor príncipe era un hervir de gentes que con picos y palas aguijoneaban
al recio montículo. Pasados varios días las gentes desistieron de lo que ellos
creían una locura transitoria de una joven pastorcilla.
Sin embargo, se cuenta
que una familia de San Martín de Trevejo continúo con las excavaciones, dando
con el tiempo con el preciado tesoro.
Ángeles volvería al
año a su cita con su ensoñado príncipe oriental, pero no pudo evitar que sus
familiares y amigos se empeñasen en acompañarla; por lo que ante el
incumplimiento de lo pactado, el aristócrata oriental declinó aparecer.
Perdiendo, Ángeles, en el triste plazo de un año, dos magníficas fortunas que
le habrían cambiado su humilde situación económica.
Relato basado en el Libro
Supersticiones Extremeñas de Dº Publio Hurtado. Pág. 149.
Autor: CHUCHI del Azevo
Marzo 2012
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