-Ahí está bien guardado –Les dijo
Emiliano a sus dos hijos.
Acababan
de esconder diez kilos de wolframio en una oquedad de la mina en la que
llevaban trabajando un mes.
-Mañana, de madrugada, a eso de las
cinco, venimos; lo recogemos y lo llevamos a Ciudad Rodrigo donde he quedado
con un tratante que se lo vende a los alemanes y lo pagan bien.
-¿Pero…, habrá que mezclarlo con
las piedras que hemos untado con aceite y quemado al fuego para que parezcan mineral?
–Preguntó el más joven de los hijos de Emiliano.
-¡Por supuesto!; pero eso lo
haremos mañana cuando repartamos los tres sacos que llevaremos cada uno de
nosotros.
Emiliano
y sus vástagos se marcharon a casa con la seguridad de que el mineral que habían
escondido en la mina estaba a buen recaudo.
A
las cinco de la mañana, como había ordenado el cabeza de familia se encontraban
al pie de la mina. El hijo mayor entró con una lámpara de carburo en la mina
mientras Emiliano y su hijo menor le esperaban a la entrada del yacimiento.
Al
poco rato se escuchó desde el interior de la galería un:
-¡Me cago en…….!, ¡Algún hijo de
su madre nos ha robado! –Era el grito de rabia de Simeón cuando descubrió que
el mineral no se encontraba donde lo habían escondido.
Emiliano
y su hijo menor se quedaron pálidos; lo primero que les vino a la cabeza era
que tal vez Simeón se hubiese confundido de sitio. Cuando éste asomó su rostro
vampírico desde el interior de la galería éstos entendieron que no había lugar
a equívocos; les habían robado el mineral, que tanto esfuerzo les había costado
reunir, delante de sus narices.
Pasaron
varios minutos hasta que fueron capaces de reaccionar.
-Los ladrones no deben estar
lejos. ¿Alguno de vosotros ha contado anoche algo en el pueblo?
-Padre, me parece que la culpa la
tengo Yo, anoche se lo conté a mis amigos mientras jugábamos a las chapas.
-¡Buf…..!, tienes que aprender
que si quieres acompañarnos estas obligado a una discreción absoluta; pues de
lo contrario todos nos jugamos la cárcel.
El
chico no sabía dónde meterse, su indiscreción había causado un gran perjuicio
económico. Deseaba que la tierra se lo tragase, era incapaz de soportar las
miradas de su padre y de su hermano.
En
ese instante su Emiliano les ordenó:
-¡Venga!, Tú coge la segureja y Tú el calabozo; creo que sé quiénes son y por dónde van.
Los
dos hermanos cogieron las herramientas que les indicó su padre; mientras éste
cogía unas jocis. Los tres
emprendieron una rápida marcha por veredas y caminos con dirección a lo que se
conocía por el nombre de Puerto de Castilla y que conducía a El Payo. A mitad
del recorrido divisaron la silueta de dos hombres que iban cargados con un par
de sacos y marchaban a toda velocidad.
-¡Ahí van! –Les indicó Simeón a
su padre y a su hermano.
-¡Venga, ya son nuestros!
Su
ritmo cardíaco aumentó, mientras su respiración tomaba una cadencia cada vez
más corta, hasta que al fin les alcanzaron.
-¡Alto ahí si no queréis que
hagamos con vosotros una chancina!
-¡No tío Emiliano! –Respondió uno
de ellos. ¡Por Dios que nosotros somos unos mandaos!
-¿Unos mandaos……?, ¿De quién….? –Les
preguntó un Emiliano irritado, mientras él y sus hijos les amenazaban con la segureja, el calabozo y las jocis.
-El tío Calerro nos dijo que nos
daría una buena cantidad por hacer este trabajo.
-Me lo imaginaba –Les respondió
Emiliano. Ese cabrón envidioso no para de joderme desde hace años. Vamos dejad
los sacos de mineral ahí y alejaros no sea que me arrepienta y paséis a ser
comida de los lobos.
Los
dos jóvenes hicieron lo que se les ordenó Emiliano y se alejaron lo más rápido
que pudieron; sabían de primera mano el arresto de los miembros de esa familia.
Esta
vez Emiliano y sus hijos habían conseguido que su negocio de contrabando de
mineral acabase como lo habían planeado.
Autor: CHUCHI del Azevo
Septiembre de 2012
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