Emiliano había terminado como de
costumbre la partida de tabas con sus amigos; se despidió de ellos y tras una
larga carrera llegó a su casa, en el otro extremo del pueblo. Su madre le
estaba esperando en la cocina con un gran cuenco de leche migada que sabía que
era lo que más le gustaba a su ojito derecho.
El
joven Emiliano no tardó ni un santiamén en apurar la deliciosa cena que su
madre le había puesto encima de la mesa de la cocina. La leche de cabra había
saciado su apetito y su fuerte sabor le adormeció la boca durante un buen rato.
De inmediato comenzó con sus habituales bostezos, hasta que poco a poco la
somnolencia se fue apoderando de él; pero el afán por pasar los últimos minutos
del día junto a su madre vencía su voluntad de irse a acostar. Hasta que su
madre, como buena madre que era, le daba un enorme beso y lo apichuchaba de forma cariñosa entre sus
gruesos brazos; entonces, sólo entonces, Emiliano entendía que su hora de
dormir había llegado.
En
una habitación, al fondo de la cada, dormían él y sus dos hermanos pequeños en
una misma cama. Se desvistió todo lo rápido que pudo y de un salto se introdujo
en el camastro procurando no despertar a los más pequeños de la casa. Al poco rato
los tres retoños roncaban rítmicamente; mientras la madre terminaba de hacer
las últimas tareas domésticas.
Al
cabo de varias horas la casa se encontraba en un mutismo absoluto, y así fueron
transcurriendo las horas; hasta que un
fuerte golpe y unas pisadas en el sobrao
de la casa, que hacía las veces de pajar, despertó al joven Emiliano. Éste se
levantó lentamente e inconscientemente se armó de valor y saliendo por la
puerta de la cocina que daba al corral de la casa fue subiendo poco a poco las
escaleras de madera que conducían a la parte superior del gran caserón familiar.
La luna llena de aquella fría noche del mes de enero le permitía ver todo como
si lo alumbrase con una de aquellas velas que su madre siempre guardaba en una
de las alacenas de la despensa de la casa. Cuando por fin llegó al sobrao una voz áspera le dejó gélido:
-! Rapaz tranquilo!, ¡não se
preocupe!, ¡nós somos amigos de seu pai!,
¡têm vindo a fazer negócio com ele!
Emiliano
entendió rápidamente que el individuo escondido era portugués y a golpe de
vista pudo contar a otros diez más que se protegían del frío con unas gruesas
mantas de lana. Enseguida le vino a la cabeza que su padre se traía con
aquellas gentes alguno de sus típicos tratos que de vez en cuando le reportaban
a la familia pingües beneficios.
Bajó
pausadamente por las escaleras y por si acaso, una vez dentro de la casa, cerró
la puerta con el doble pestillo. Cuando se metió en la cama se acurrucó lo más
que pudo al lado de sus hermanos pequeños, que a esas horas dormían como auténticos
discípulos de Morfeo.
Al
día siguiente, cuando se despertó y bajó al corral de la casa, pudo comprobar
que no había nadie en el sobrao y
tampoco se encontraban los diez sacos de mineral que su padre había ido
acumulando en el corral de la casa en el último mes.
Autor: CHUCHI del Azevo
Octubre de 2012
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